El 28 de noviembre la Iglesia celebra a Santa Catalina Labouré, vidente de la Medalla Milagrosa, a quien la Virgen le dijo: “Dios quiere confiarte una misión; te costará trabajo, pero lo vencerás pensando que lo haces para la gloria de Dios”.
Santa Catalina Labouré nació en Francia en 1806 en una familia campesina. Quedó huérfana de madre a los nueve años y le pidió a la Virgen que fuera su madre. Su hermana fue admitida como monja vicentina y Catalina tuvo que ocuparse de las labores del hogar por lo que no pudo aprender a leer, ni escribir.
Más adelante le pidió a su papá que le permitiera irse de religiosa a un convento, pero él se lo negó. Entonces le pedía al Señor que le concediera este deseo. Tiempo después vio en sueños a un sacerdote anciano que le dijo: “un día me ayudarás a cuidar a los enfermos”.
A los 24 años visitó a su hermana religiosa y en el convento vio la imagen de San Vicente de Paúl y se dio cuenta que él era el sacerdote que vio en sueños. Desde entonces se propuso ser hermana vicentina y no se detuvo hasta ser aceptada en la comunidad.
Fue enviada a París, donde realizó los oficios más humildes y estuvo al cuidado de los ancianos de la enfermería. El 27 de noviembre de 1830 la Virgen María se le aparece en la capilla del convento y le pide que acuñe la Medalla de acuerdo a lo que estaba viendo en la aparición. Con el tiempo y ante la intercesión del confesor de la Santa, el Arzobispo de París permitió fabricar la medalla y empezaron los milagros, tal como lo había prometido la Virgen.
A la muerte de su confesor, que sabía todo de las apariciones, le sustituye uno que al escuchar los hechos extraordinarios no la comprende. Mientras tanto, Santa Catalina guardaba en secreto su historia con la Virgen hasta que le renovaron el confesor.
La Santa sabe que se acerca el tiempo de partir y, después de pedir consejo a la Virgen, confía su secreto a la superiora, quien consigue que se erija en el altar una estatua que perpetúe el recuerdo de las apariciones. Partió a la Casa del Padre a los 70 años, un 31 de diciembre de 1876. Cincuenta y seis años después, cuando se abrió su sepultura para el reconocimiento oficial de sus reliquias, se halló su cuerpo incorrupto.
Fue beatificada por Pío XI en 1933 y canonizada por Pío XII en 1947.