Redacción ACI Prensa
Cada 10 de noviembre, la Iglesia Católica celebra a uno de los pontífices más importantes de la antigüedad cristiana, cuya influencia fue determinante en la consolidación de la autoridad espiritual de la Sede de Pedro frente al poder terreno: San León Magno, Doctor de la Iglesia. Fue el pontífice número 45, y gobernó la Iglesia entre los años 440 y 461.
San León Magno nació en Toscana (hoy parte de Italia), alrededor del año 390. Llegó a ser secretario de los Papas San Celestino y Sixto III.
Este último lo envió, en el año 440, como representante en una misión diplomática en la Galia (Hoy Francia), con el objetivo de evitar el enfrentamiento entre dos autoridades imperiales: el jefe militar de la provincia, Aecio, y el tribuno consular de aquella región, Albino.
Fue durante el cumplimiento de este encargo eclesial que León recibió la noticia de que había sido elegido Sumo Pontífice.
Servidor de la verdad
Como sucesor de Pedro, León destacó por ser un gran pastor, siempre atento a las necesidades de su grey. Además fue un fervoroso predicador, famoso por sus homilías en las fechas litúrgicas especiales, y un prolífico escritor.
Sus cartas a los cristianos de las periferias de Occidente son un buen ejemplo de su hábil pluma. Se conservan muchos de sus sermones y misivas, considerados auténticos tesoros doctrinales.
“El que ama a Dios se contenta con agradarlo, porque el mayor premio que podemos desear es el mismo amor; el amor, en efecto, viene de Dios, de tal manera que Dios mismo es el amor”, escribió el Papa León en uno de sus sermones.
Para él la vida cristiana es una invitación a arrebatar el premio más grande, que es Dios mismo; en consecuencia, la santidad debe ser el propósito natural de la vida, ya que no hay nada que se desee más que el amor verdadero.
Durante sus 21 años de pontificado (440-461), el santo trabajó incesantemente por la unidad e integridad de la Iglesia. Luchó contra algunas herejías muy peligrosas como el “nestorianismo”, que afirma que en Jesús hay dos personas separadas, una divina y otra humana; el “monofisismo”, que sostiene que en Cristo solo hay naturaleza divina; el “maniqueísmo”, que dice que el espíritu del hombre es de Dios y el cuerpo del demonio; y el “pelagianismo”, que sostiene que el pecado original no es tal y por lo tanto la redención se obtiene por mérito individual, sin necesidad de la gracia -con lo que se haría inútil la redención de obrada por Cristo-.
Toda autoridad viene de Dios
La tradición señala al Papa León como un pontífice lúcido y sabio, cuya autoridad era reconocida por todos, incluso por quienes ostentaban algún poder secular.
Concilio de Calcedonia y la naturaleza de Cristo
En un episodio memorable, acaecido durante el Concilio de Calcedonia (451), los 600 obispos congregados en asamblea se pusieron de pie, en señal de adhesión, luego de haber escuchado la carta que San León les había dirigido (Carta dogmática a Flaviano, Tomus Leonis).
En ella, el Papa hacía referencia a la plena divinidad de Cristo y a su plena humanidad: contra la herejía cristológica de aquel momento, el Papa León afirmó la total consustancialidad de Cristo con el Padre, por su divinidad, y su total consustancialidad con nosotros, por su humanidad.
Ergo, Cristo no podía ser considerado menos que el Padre en el orden divino, ni menos hombre que cualquiera de nosotros. La aclamación de la asamblea fue tal que muchos empezaron a decir que “San Pedro había hablado por boca de León”. Tal elogio se popularizó tanto entre los Padres conciliares que quedaron consignadas en la declaración dogmática del concilio.
La Iglesia, faro que ilumina la historia
Por otro lado, por aquellos años, la estructura del Imperio Romano de Occidente estaba resquebrajada, y se deterioraba con rapidez, generando gran inestabilidad. El Papa León tuvo que cumplir en consecuencia un papel decisivo en el ordenamiento de la vida civil y política.
Cuando los hunos, liderados por Atila, habían ocupado el norte de la península itálica, la amenaza de la invasión y destrucción de Roma empezaron a sentirse como inminentes. Entonces, el Pontífice salió al encuentro del líder de los hunos, Atila, para disuadirlo de sus planes, y providencialmente lo logró (año 451): Atila decidió no entrar a Roma.
Así, el más temido de los bárbaros tomó rumbo hacia Hungría, probablemente convencido de que una campaña contra Roma no podría ser afrontada con huestes golpeadas por carencias y enfermedades.
Años después, en 455, San León se vio obligado a negociar con otro feroz bárbaro, Genserico, jefe de los vándalos, y aunque no pudo evitar el saqueo de la capital del Imperio, logró que la Ciudad Eterna no fuese incendiada, ni sus habitantes masacrados.
Epílogo
San León I murió el 10 de noviembre de 461, ya con el apelativo de “Magno” (El Grande) ganado por su amor al pueblo, en honor a su sabiduría y por su grandeza espiritual. Fue canonizado más de mil años después, en 1574.
“Las mismas divinas palabras de Cristo nos atestiguan cómo es la doctrina de Cristo, de modo que los que anhelan llegar a la bienaventuranza eterna puedan identificar los peldaños de esa dichosa subida” (San León Magno).
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Fuente: aciprensa.com