Hoy, 15 de octubre, la Iglesia Católica celebra la Fiesta de Santa Teresa de Ávila, virgen y doctora de la Iglesia.
“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios basta”.
Estas líneas corresponden a uno de los poemas que escribió la gran Santa Teresa de Jesús (1515-1582), la primera mujer declarada Doctora de la Iglesia, y que pueden ser consideradas como una de las plegarias más hermosas que existen. Santa Teresa de Jesús -o de Ávila, en virtud del lugar donde nació- fue la reformadora del Carmelo en el siglo XVI, y fundadora de la Orden de las Carmelitas Descalzas.
Santa Teresa nació en Ávila (España) el 28 de marzo de 1515. A los 18 años ingresó al Carmelo y a los 45 años, buscando responder a las gracias extraordinarias que recibía del Señor, emprendió una reforma de su propia Orden, con ansias de auténtica renovación y fidelidad al espíritu original del Carmelo. Apoyada por San Juan de la Cruz, dio inicio a la gran reforma carmelitana.
A pesar de las incomprensiones, el rechazo de muchos, las habladurías y las falsas acusaciones -algo que la llevaría a comparecer frente a la Inquisición-, Teresa no se detuvo en el proyecto que el Señor le había encomendado. Siempre con la orientación y guía de las autoridades eclesiales y su director espiritual, Teresa fundó nuevos conventos y reorganizó la vida de las religiosas de claustro, optando por una vida más austera, sin vanidades ni lujos.
Teresa tuvo tanto un corazón apasionado como una inteligencia vivaz. Sin embargo, eso no la libró de pasar buena parte de su vida religiosa sumida en cierta mediocridad y desasosiego, acentuados por enfermedades y dolencias físicas. Dios permitió incluso que experimente en carne propia eso que los místicos llaman “la noche oscura de la fe”.
Después de muchos años, cuando Teresa se dejó conducir por Dios a través de la oración, su interior empezó a redescubrir el primer amor a Cristo. Pasando largas horas en oración contemplativa de cara al amado Jesús, empezó a experimentar éxtasis y arrebatos místicos. Y, contra lo que el prejuicio podría sugerir, jamás perdió el sentido práctico ni la habilidad para atender situaciones cotidianas. Es cierto que, como la mayoría de mujeres de su tiempo, tuvo escasa educación, pero eso no pareció ser impedimento para mostrar su talento y sabiduría singulares. Tal era ese saber de origen divino que personajes ilustres y poderosos se rendían ante ella y le pedían consejo -empezando por algunos obispos y miembros de la nobleza-. Muchos de ellos, en gratitud, cooperaron con recursos materiales y financiamiento a su “reforma”, esa que bien describía como “el llamado dentro del llamado”. La santa carmelita sabía muy bien que toda obra de Dios es una tarea conjunta que requiere de mucha generosidad: “Teresa sin la gracia de Dios es una pobre mujer; con la gracia de Dios, una fuerza; con la gracia de Dios y mucho dinero, una potencia”.
Santa Teresa, cuyos escritos son guía segura en los caminos de la oración y de las virtudes cristianas, son fundamentalmente una invitación a la perfección de la santidad. El Papa Emérito Benedicto XVI nos lo recordaba hace una década: “Santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todos los tiempos. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, Santa Teresa nos enseña a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción” (Audiencia general, 2 de febrero de 2011).
Teresa de Jesús partió a la Casa del Padre el 15 de octubre de 1582. Fue canonizada en 1622 y reconocida Doctora de la Iglesia por San Pablo VI en 1970.
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Fuente: aciprensa.com