Hoy celebramos a Santa Rosa de Lima, Patrona de América y Filipinas

La primera santa de América solía decir: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús”.

Isabel Flores de Oliva nació en Lima (Perú) el 20 de abril de 1586 y fue bautizada el 25 de mayo de ese mismo año. Aunque su nombre era Isabel -puesto en honor a su abuela materna-, una india que servía en su hogar la empezó a llamar de cariño Rosa, debido a su belleza y al color que lucían sus mejillas. Poco a poco esa forma cariñosa de llamarla sería adoptada por sus propios padres, aunque su uso se limitó al entorno familiar. 

Rosa recibió una esmerada educación, así como una profunda formación espiritual. En ese proceso, tuvo noticia de la figura de Santa Catalina de Siena, a quien admiraría el resto de su vida. 

Cuando tenía once años tuvo que mudarse con su familia a Quives, un pueblo ubicado en las serranías de Lima, como consecuencia de los problemas económicos que acarrearía el fracaso de su padre en la explotación de una mina. Ciertamente fueron tiempos difíciles para los Flores de Oliva, pero en los que también llegaron muchas bendiciones.

 

En 1597, Santo Toribio de Mogrovejo, entonces Arzobispo de Lima, durante una visita a Quives, le administró el sacramento de la Confirmación. De acuerdo a la costumbre, quien se confirmaba podía recibir un nuevo nombre. Ella recibió el de Rosa. 

Al cumplir 20 años, la familia volvió a la capital. Isabel trabajaba todo el día en el huerto y durante la noche cosía ropa para familias pudientes, con lo que contribuía al sostenimiento de su hogar. A pesar de las dificultades, era una mujer feliz. Para ese entonces, ya dedicaba muchas horas a la oración y a la práctica de la penitencia. 

Su intenso amor por el Crucificado la llevó a hacer un voto de virginidad. Tal amor crecía conforme Rosa se esforzaba por asistir a misa con frecuencia y recibir la comunión casi a diario. Su alma se abría cada vez más a la dimensión mística y a la contemplación. Ella misma era un signo de contradicción en medio de una ciudad que no siempre reflejaba su espíritu cristiano, cuando no caía simplemente en la frivolidad.

En una ocasión, su madre le puso una corona de flores en la cabeza para lucirla en algún evento social. Rosa se clavó una de las horquillas para hacer penitencia. Había aprendido a aprovechar este tipo de circunstancias para unir su alma al Cristo sufriente al que dedicaba sus días. Cuando una mujer halagó la suavidad de sus manos y la finura de sus dedos, ella cubrió sus manos con barro. Santa Rosa de Lima era muy consciente de cuán difícil es dominar el amor propio y la vanidad del corazón, así como preservar el corazón exclusivamente para quien consideraba su esposo, el Señor Jesús. Rosa realizaba intensos ayunos y pasaba las noches en vela haciendo oración por los pecadores, especialmente por aquellos que se cerraban a Dios. 

Se sometió a rigores físicos y a distinto tipo de mortificaciones, siempre con el deseo de alejar de sí las distracciones, ofreciendo lo que hacía por los más necesitados. 

A pesar de que sus padres intentaron casarla, ella se negó y defendió aquello que entendía como una vocación particular a la que Dios la llamaba. Así, el 10 de agosto de 1606 ingresó como Terciaria en la Orden de Santo Domingo, inspirada por Santa Catalina de Siena, su “maestra espiritual”. Por sugerencia de un sacerdote dominico, aceptó que la llamaran Rosa de Santa María.

Con la ayuda de su hermano Hernando construyó una ermita en un rincón del huerto de su casa, donde oraba y se mortificaba. Ahí, de jueves a sábado, comenzó a tener experiencias místicas, entre las que se contaba los sufrimientos de la Pasión.

Es cierto que Rosa pasaba gran parte del tiempo recluida en su ermita, pero no menos cierto es que salía siempre para ir a la iglesia de la Virgen del Rosario, o para atender a los enfermos abandonados o a los esclavos maltratados. En medio de esas labores fue que conoció a San Martín de Porres, con quien compartía el mismo afán de asistir a quienes, por su sufrimiento, eran como otros Cristos, escarnecidos y llagados. Ambos santos se hicieron amigos en virtud de la caridad.

Rosa tenía el alma ardiendo de amor por Dios y por los hermanos. Se cuenta cómo su tono de voz cambiaba y su rostro se encendía cuando hablaba de Él, lo mismo cuando se ponía  en presencia del Santísimo Sacramento o cuando comulgaba. Por supuesto, eso no la eximió de la incomprensión, las burlas de muchos e incluso de alguna falsa acusación o rumor. Pero ya, inevitablemente, los limeños habían empezado a reconocerla, amarla y a ver en ella santidad. 

Es así que, en 1615, un grupo de piratas quiso atacar la ciudad de Lima, atraídos por las leyendas sobre sus tesoros y riquezas. Estando anclados frente a las costas del Callao, Santa Rosa y otras mujeres fueron a la iglesia de la Virgen del Rosario para rezar ante el Santísimo Sacramento y pedir a Dios que los libre del saqueo de la ciudad. La Santa se quedó delante del sagrario con ánimo de protegerlo. Un par de días después, corrió la noticia de que el capitán de la embarcación pirata había muerto y que el barco se había retirado. Los limeños entonces empezaron a decir que esto había sido un milagro, y se lo atribuyeron a Rosa.

En sus últimos años de vida, la salud de la santa decayó mucho y tuvo que ser recibida en casa de una familia de esposos muy piadosos, Don Gonzalo de la Maza y  Doña María Uzategui. La pareja la consideraba como una hija y velaron por ella por casi tres años, hasta el día de su muerte.

En medio de los sufrimientos a causa de su débil salud, Rosa oraba así: “Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor”.

En 1617, el Domingo de Ramos, ocurrió su “desposorio místico”. Mientras oraba delante de la Virgen del Rosario, el Niño Jesús le dijo: “Rosa de mi Corazón, yo te quiero por esposa”. Ella le respondió: “Señor, aquí tienes a tu inútil esclava; tuya soy y tuya seré para siempre”.

Hoy, en la Iglesia de Santo Domingo, en el centro de Lima, se conserva la loseta sobre la cual estaba de pie la santa cuando sucedió su desposorio. 

Santa Rosa de Lima murió el 24 de agosto de 1617 a los 31 años. Los funerales movilizaron a toda la ciudad. Entre los asistentes estuvieron altas autoridades eclesiásticas, políticas y el Virrey de España. Pero no solo ellos, estaba el pueblo que pugnaba por entrar a la casa de los de la Maza al grito de “santa, santa”. Muchas personas se acercaron al féretro en el que yacía su cuerpo para arrancar un trocito de su hábito y preservarlo como reliquia. Otras tuvieron que ser dispersadas por la guardia del Virrey porque llegaron hasta arrancarle un dedo del pie.

 

Santa Rosa fue sepultada inicialmente en el claustro del Convento de los Dominicos, pero su cuerpo tuvo que ser trasladado a la capilla Santa Catalina de Siena en la iglesia del Rosario. Su cráneo se encuentra hoy en la iglesia de Santo Domingo -ubicada a unos pasos de la Plaza de Armas de Lima- junto a los cráneos de San Martín de Porres y San Juan Macías.

Fue canonizada por el Papa Clemente X en 1671 y se convirtió en la primera santa de América. El mismo Pontífice la declaró patrona principal del Nuevo Mundo (América), Filipinas e Indias Occidentales. “Probablemente no ha habido en América un misionero que con sus predicaciones haya logrado más conversiones que las que Rosa de Lima obtuvo con su oración y sus mortificaciones”, dijo el Papa Inocencio IX al referirse a ella.

En 1992 San Juan Pablo II expresó que la vida sencilla y austera de Santa Rosa de Lima era “testimonio elocuente del papel decisivo que la mujer ha tenido y sigue teniendo en el anuncio del Evangelio”.

La Fiesta universal de Santa Rosa de Lima (1586-1617), patrona de Perú, América y las Filipinas, se celebra el 23 de agosto. Sin embargo, en el Perú, su país natal, su fiesta se celebra el 30 de agosto.

Fuente: aciprensa.com