
El parque
Cerré el pasador y salí de casa para despejarme un rato, tras una semana llena de trabajo, tensiones y problemas. Abrumado, caminé sin rumbo por las calles, mientras el sol palidecía, hasta que llegué a un desolado parque. Caía la tarde, y bajo un fresno grande sin hojas por ser invierno, me recargué en su tronco a meditar, luego me incliné un instante y con una piedra, dibujé en la tierra un ángel de la guarda pidiéndole ayuda; me levanté enseguida al sentir el viento frío golpear sobre mi cara, y me di cuenta que no estaba solo, que Dios, a pesar de todo me seguía y me acompañaba, en cada paso que yo daba. No faltó ese mismo día, el mensaje consolador de un amigo, una invitación a cenar, y la profunda oración en el silencio que iluminó mi oscuridad. … Pero, ¿qué pasó con aquel ángel dibujado en el parque? Atrás se quedó solo, junto al robusto fresno que resguardó mis penas, yo retorné por el sendero estrecho y pedregoso que salió a mi encuentro. Quizá lo recogió el mismo viento que acarició mi rostro, o lo borró la lluvia que asomó por un momento, o lo pisotearon algunos de los que atajan por ahí en su camino de regreso… o tal vez un niño, cuyos ojos limpios que siempre ven algo más, se paró a su lado, para delinearle a su nuevo amigo lo que en aquel instante no supe ni pude yo dibujar: una sonrisa.
Una mirada diferente al apóstol
Recuerdo cuando de niños salíamos juntos a correr por el campo, ¡ah, cómo nos divertíamos! Explorábamos los montes, trepábamos árboles y escalábamos montañas; juntos pescábamos a la orilla del lago, cómo nos fiábamos el uno del otro, no había secretos entre nosotros, nos queríamos mucho, platicábamos muy profundo en esas largas tardes de la vida, reíamos, y agradecíamos a Dios el hermoso don de la amistad. Un día, al paso de muchos años, salí a caminar a las afueras del pueblo por entre los huertos, ya iba cayendo la tarde, solitaria y sombría, con la penumbra cerca. De repente, algo rompió el silencio que me envolvía, y oí unos pasos que me alarmaron, de súbito llegó la noche, ruidos raros, voces extrañas, me atraparon el miedo y la angustia, presentimientos, gente encapuchada, sospechosa, no supe qué hacer. Pero luego, al mirar con detalle, una luz apareció, era mi amigo, por quien todo daba, y desapareció el temor, todo estaría bien, con él nada malo pasaría. Pero se acercó y, no sabría decirlo, era diferente, su semblante, su mirada esquiva, vacía, sus ojos distantes, su beso extraño, su corazón frío, su alma perdida, sin aliento, como muerta y, no viene sólo, alguien camina tras él, viene gente con sogas, armas, palos, odio, rencor, muerte, su sonrisa ya no es la misma, hay muecas hilarantes, ironía, sarcasmo. Ha dejado de ser él mismo, no lo reconozco ya, es un extraño, un intruso, me jalan, me avientan, me aprehenden, me esposan, me llevan, ¿dónde está él? ¿Ha huido? Ha renunciado a ser mi amigo. Ya no lo tendré más, ya no estará conmigo, pero: ¿Cómo detenerlo? ¿Cómo amarlo? ¿Cómo perdonarlo? Lo llamo, le grito: ¡¡Judas!! No te vayas, yo seguiré siendo tu amigo.
+Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola