Conocí a una pequeña María Magdalena

Conocí a una pequeña María Magdalena.

Esa mañana fresca de sábado 12 de abril, me dirigí a un Congreso sobre niños con autismo en el teatro de la ciudad de Piedras Negras (PN), para apoyar la causa, y promover la sensibilidad y su integración en la sociedad y en la Iglesia. Había celebrado ya una Eucaristía el 2 de abril, en Acuña, en el día mundial de la concienciación sobre el autismo, y ante la imagen de un niño que toda la misa jugaba con su mamá, abrazándola, colgándose al cuello, y subiéndose a su cabeza, y viendo a la mamá que respondía con extraordinaria paciencia sin quitarle la mirada y su sonrisa, bajé la velocidad de mi homilía a un 20 % para que las demás familias y alguno de los niños, que corrían por entre las bancas, pudieran seguir mis palabras.  

Después de ahí me fui a una reunión en uno de los dos orfanatos que tiene la diócesis, para rogarle a Dios, que 16 niñas que tienen entre seis meses y nueve años, no se queden, por falta de vocaciones, sin la atención exquisita y el acompañamiento de las hermanas religiosas, que por años las han atendido. Después de llevarme al patio de juegos, todas las niñas me acompañaron al comedor, listas para sentarse a la mesa y desayunar chocolate con pan. Todas entraron, menos una, de seis años. Me le quedo viendo, y le pregunto: ¿Por qué no entras? Me contesta, con su manita levantada: Después de usted. No pregunten la hermosa simpatía que me despertó.    

Con sentimientos de alegría y preocupación salí de ahí, y me fui directo al obispado para dar un retiro a los competentes empleados de la Curia, para que no se queden, como el chinito, nomás milando, mientras la lluvia de gracia cae por todos lados, y a ellos ni los moja. 

Al día siguiente iniciamos muy temprano la Semana Santa en Hidalgo, Coahuila, con una procesión a cargo del equipo de misión del MFC en la capilla de San Isidro Labrador. Al concluir regresamos, esquivando trailers por la ribereña, a la Catedral de PN, para oficiar la segunda misa solemne, y más tarde, a las 6 pm, horario cambiado, celebré todavía el domingo de ramos, en San José del Aura, al otro lado de la diócesis. Ahí conocí a una pequeña María Magdalena. Eran ya casi las 8 de la noche, cuando terminando la concurrida Eucaristía, me habló nuestro Señor, pues antes de salir del templo e ir al convivio preparado por la comunidad, una señora joven se acercó conmigo para decirme si le podía hacer una oración, ya que tenía muchos años sin poder confesarse. Y ya sabe cómo se siente el no poder comulgar, me dijo. Llevaba a su pequeña niña de 5 ó 6 años, de la mano. Empecé a hacer oración inclinado y con mis manos sobre la cabeza de la gentil dama, y sus lágrimas empezaron a derramarse a raudales. Al terminar de orar, la niña, como en una explosión no contenida y con toda la potencia de su voz, exclamó: ¡Padre, lo amamos! Me estremeció su grito, fue un torrente de gracia, que yo traduje, como si la niña hubiera querido decir: ¡Padre, amamos mucho a Dios! Puesto que era la primera vez que nos veíamos. No obstante, pude sentir la fuerza y el ímpetu que tuvo María Magdalena en su amor por el Señor. Por supuesto que yo lo sentí como un regalo especial de Dios, que humildemente recibí, sin merecer, claro, pero sin regateos. Ya en el ágape, mientras cenábamos y platicábamos con la gente, otra señora joven se me acercó y me preguntó, oiga señor obispo: ¿y siempre sí vino la hermana Lupita, la que usted escribió que iba a misionar en el ejido Aura? Y a quema ropa le contesté, pues, pregúntele usted misma, caminamos unos pasos, y le dije: aquí está. Emocionada la abrazó: ¡Madre, qué bueno que vino! Entonces sí fue cierto lo que dijo el señor obispo; a lo que la madre Lupita, pícara, simpática y echándome de cabeza, contestó: no escribió ni la mitad de lo que le dije, se rió. Y ahí se quedó la hermana, hablando e instruyendo sobre los misterios de Dios, a un grupo impactado y encantado de señoras. 

Alfonso G. Miranda Guardiola