Redacción ACI Prensa
A continuación, la homilía completa del Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles 12 de octubre acerca del deseo y anhelo de alcanzar la plenitud.
Queridos hermanos y hermanas,
¡Buenos días!
En estas catequesis estamos revisando los elementos de discernimiento. Después de la oración y el autoconocimiento, hoy me gustaría hablar de otro “ingrediente” indispensable: el deseo. De hecho, el discernimiento es una forma de búsqueda, y la búsqueda nace siempre de algo que nos falta pero que de alguna manera conocemos.
¿De qué tipo es este conocimiento? Los maestros espirituales lo indican con el término “deseo”, que, en su raíz, es un anhelo de plenitud que nunca encuentra plena realización, y es el signo de la presencia de Dios en nosotros. El deseo no es el deseo del momento. La palabra italiana procede de un término latino muy hermoso, de-sidus, literalmente “la falta de la estrella”, del punto de referencia que orienta el camino de la vida; evoca un sufrimiento, una carencia, y al mismo tiempo una tensión por alcanzar el bien que falta. El deseo es entonces
la brújula para entender dónde estoy y hacia dónde voy. Pero, ¿cómo es posible reconocerlo? La persona que no desea está enferma o casi muerta.
Un deseo auténtico sabe tocar profundamente las cuerdas de nuestro ser, por lo que no se apaga ante las dificultades o contratiempos. Es como cuando tenemos sed: si no encontramos algo para beber, no nos rendimos, al contrario, la búsqueda ocupa cada vez más nuestros pensamientos y nuestras acciones, hasta que estamos dispuestos a hacer cualquier sacrificio para saciarla. Los obstáculos y los fracasos no ahogan el auténtico deseo, al contrario, lo hacen aún más vivo en nosotros.
A diferencia del deseo o la emoción del momento, el deseo perdura en el tiempo, incluso mucho tiempo, y tiende a concretizarse. Si, por ejemplo, un joven desea ser médico, tendrá que emprender un recorrido de estudios y un trabajo que le ocupará algunos años de su vida y, en consecuencia, tendrá que poner límites, decir “no”, en primer lugar a otras carreras, pero también a posibles ocios y distracciones, sobre todo en los momentos de mayor intensidad de estudio. Sin embargo, el deseo de dar una dirección a su vida y de alcanzar esa meta le permite superar estas dificultades.
En efecto, un valor se vuelve bello y más fácil de realizar cuando es atractivo. Ser bueno es algo atractivo, todos queremos ser buenos. Como dijo alguien, “más importante que ser bueno es tener el deseo de llegar a serlo”.
Llama la atención que Jesús, antes de realizar un milagro, suele interrogar a la persona sobre su deseo. Y a veces esta pregunta parece fuera de lugar. Por ejemplo, cuando se encuentra con el paralítico en el estanque de Betesda, que llevaba muchos años allí y nunca encontraba el momento adecuado para entrar en el agua.
Jesús le pregunta: “¿Quieres ser curado?” (Jn 5,6). ¿Por qué? En realidad, la respuesta del paralítico revela una serie de extrañas resistencias a la curación, que no sólo le afectan a él. La pregunta de Jesús era una invitación a hacer claridad en su corazón, a acoger un posible salto adelante: dejar de pensar en sí mismo y en su vida “como un paralítico”, llevado por otros. Pero el hombre en la camilla no parece estar tan convencido.
Al dialogar con el Señor, aprendemos a entender lo que realmente queremos de nuestra vida. “Sí, sí, quiero”, el querer hacer se vuelve a veces como una ilusión. Hay que dar el primer paso para hacerlo. Es difícil esto. Este enfermo estuvo 38 años lamentándose. Cuando se movían las aguas era el momento del milagro, y él decía que llegaba tarde porque antes se había sumergido otro, porque él no tenía quien lo acompañara.
Es un veneno para el alma, es un veneno para la vida, no hacer crecer el deseo de ir hacia adelante. Hay que estar atentos con los lamentos. Hoy todos se lamentan, los hijos de los padres, el sacerdote del obispo…estén atentos ante las quejas que son casi un pecado.
A menudo, es precisamente el deseo lo que marca la diferencia entre un proyecto exitoso, coherente y duradero, y los miles de deseos y buenas intenciones con los que, como se dice, “está empedrado el infierno”. La época en la que vivimos parece favorecer la máxima libertad de elección, pero al mismo tiempo atrofia el deseo, reducido en su mayoría al deseo del momento. Estén atentos a que no se les atrofie el deseo. Estamos bombardeados con mil propuestas, proyectos, posibilidades, que corren el riesgo de distraernos y no permitirnos evaluar con calma lo que realmente queremos.
Pensemos en los jóvenes por ejemplo, que buscan y miran en el teléfono. Pero, ¿tú te has parado a pensar? No puede crecer así, si vives en el momento, eres saciado en el momento.
Muchas personas sufren porque no saben lo que quieren de su vida; probablemente nunca han entrado en contacto con su deseo más profundo. De ahí el riesgo de pasar la existencia entre intentos y expedientes de diversa índole, sin llegar nunca a ninguna parte, y desperdiciando preciosas oportunidades. Y así, ciertos cambios, aunque deseados en teoría, cuando surge la oportunidad nunca se realizan cuando llega la ocasión. Ese deseo fuerte.
Si el Señor nos hiciera hoy la pregunta que le hizo al ciego de Jericó: “¿Qué quieres que haga por ti?” (Mc 10,51), Pensemos, ¿qué responderíamos? Tal vez, podríamos finalmente pedirle que nos ayude a conocer el profundo deseo de Él, que Dios mismo ha puesto en nuestros corazones. Y danos la fuerza para realizarlo. Es una gracia inmensa, la base de todas las demás. Señor danos el deseo y hazlo crecer. Dejar que el Señor, como en el Evangelio, haga milagros por nosotros. Porque Él también tiene un gran deseo para nosotros: hacernos partícipes de su plenitud de vida.
Fuente: aciprensa.com