Debo tener el alma vieja, porque rescato y leo libros viejos; todavía recito antiguos versos, y canto villancicos y rezo.
Aún tomo chocolate espeso, con hojarascas y buñuelos; y con mis padres, desde hace rato abuelos, rezamos la corona del Adviento.
Cuánto añoro las misas de gallo, con sus guirnaldas y el nacimiento, las velas, las campanas y el divino niño en cobijas envuelto, cuando tanta gente abrigada, abarrotaba los templos.
Las familias se reunían en la casa grande de los abuelos, y los nietos y los sobrinos corrían alegres, desafiando al viento.
Aún huelo el musgo y el heno con que decoraban el nacimiento, y la paja del pesebre, sobre el que colocaban al divino niño, pobre, pero eterno.
Después de rezar el rosario iniciaba la adoración. Con una velita de color en la mano, nos acercábamos en procesión, los ojos se nos llenaban de luz, y con delicadeza besábamos al recién nacido, quien embelesado nos regalaba su dulce corazón.
Las noches buenas, desde las ventanas y las fachadas, contemplaban el momento, sonrojadas y enamoradas.
A manos llenas se prodigaban abrazos, sonrisas y besos, y se compartían los tamales, el champurrado y los buenos deseos. Y las sabrosas pláticas nutrían el alma de recuerdos, y fortalecían nuestros cimientos.
Los encantadores villancicos traspasaban el espacio y el tiempo. Con “Noche de paz”, por ejemplo, cantábamos unidos a todo el universo.
Otro canto que hacía presente a los lejanos seres queridos y también a aquellos que ya se habían ido, era:
“Aromas se quemen de plácido olor delante del niño derrámense flores, adórenle reyes y pobres pastores y cantos entonen a Dios salvador…”
Uno que con su ternura nos transportaba a otra dimensión, la de todas las mamás, decía:
“Duérmete niño mío mi dulce sueño, duérmete que tu madre te cuida el sueño…”
Y aquel otro, que sin duda nos remontaba a la infancia:
“Duerme y no llores, Jesús del alma. Duerme y no llores, mi dulce amor. Duerme y no llores, que esas tus lágrimas, parten el alma de compasión”.
Y el más alegre, que quizá los más jóvenes recuerden:
“Los pastores a Belén corren presurosos, llevan de tanto correr, los zapatos rotos, ay ay ay qué alegres van, ay ay ay si volverán, con la pan, pan, pan, con la de, de de, con la pan, con la de, con la pandereta y las castañuelas”.
Testigo de todo esto, estaba al fondo de la sala, el pino de Navidad, lleno de luces y sueños, con su estrella plateada en lo más alto, evocando esperanzas y anhelos, por un mañana mejor, y por un feliz año venidero.
En fin, los recuerdos no siempre pasan, se afinan con el tiempo, para llenarnos el alma y acercarnos al cielo.
Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola