Hoy, como cada 17 de septiembre, la Iglesia recuerda a San Roberto Belarmino (1542-1621), arzobispo y cardenal, hombre sabio y de gran celo apostólico, quien supo enfrentar con firmeza y sabiduría algunos de los momentos más difíciles por los que ha pasado la Iglesia a lo largo de su historia.
Este año, 2021, además, su conmemoración cobra relevancia especial al cumplirse 400 años de su muerte (17 de septiembre de 1621) y 90 años desde que fue incluído en la lista de doctores de la Iglesia (17 de septiembre de 1931).
“Considera auténtico bien para ti lo que te lleva a tu fin, y auténtico mal lo que te impide alcanzarlo”, escribió alguna vez este gran santo, dejando entrever la importancia de buscar siempre los designios de Dios para nuestras vidas, de manera que seamos capaces de recorrer el camino dispuesto por Él para ser felices, plenos y santos. Sabemos que San Roberto fue un defensor valiente de la Iglesia católica ante quienes querían destruirla o dañarla en tiempos de la Reforma protestante, cuando una profunda crisis afectaba al clero y la jerarquía.
Roberto nació en Toscana en 1542, y desde que estudiaba en el colegio de los jesuitas sobresalió por su inteligencia. Años más tarde se incorporó definitivamente a la Compañía de Jesús, en la que llegó a ordenarse sacerdote, y en la que se desempeñó como profesor y formador. Roberto se sentía muy a gusto siendo jesuita porque pensaba que así podría evitar cargos eclesiales o jerárquicos. Dios lo llevaría por otros caminos.
El joven Roberto Belarmino amaba profundamente el saber y gustaba mucho de predicar. Dadas sus dotes naturales, se afanaba por hacer de sus escritos y homilías verdaderas piezas de erudición -manejaba muy bien a los clásicos y era un gran conocedor de la Biblia- hasta que descubrió que la riqueza del mensaje de la Iglesia no reside en los adornos o exuberancias retóricas sino en la sencillez y profundidad de la Persona de Cristo. Precisamente, con ese espíritu escribió algunas de las versiones más acabadas que existen del catecismo.
Por otro lado, San Roberto combatió varias herejías y se convirtió en uno de los más fuertes impulsores del movimiento de la contrarreforma. Entre otras responsabilidades, sirvió en la curia romana como consultor y prefecto en varios dicasterios. De hecho, debido a sus cargos tuvo que tomar parte en los procesos que se siguieron a Galileo Galilei y Giordano Bruno, en los que destacó gracias a su prudencia, caridad y celo por la verdad.
Las enseñanzas de su madre en torno a la humildad y la sencillez repercutieron mucho en su personalidad, una vez que Roberto entendió de veras que su tesoro estaba en Cristo. Si desde un punto de vista humano podría decirse que sus talentos lo ubicaron en una posición “ascendente” o expectante -fue formado por San Francisco de Borja, ordenado con celeridad y, a pedido personal del Papa, se dedicó a preparar a los sacerdotes de Roma para que supieran enfrentarse a los enemigos de la fe-, sobre su corazón pesaron siempre las invocaciones de su madre a poner todo de sí al servicio de quien más lo necesita. Fruto del encargo papal fue un libro llamado “Controversias”, que llegó a ser de lectura obligatoria para apologistas y teólogos, deseosos de esclarecer las confusiones doctrinales que la expansión de las Iglesias protestantes conllevaba. Entre quienes se reconocieron influenciados por ese texto está San Francisco de Sales.
En otra ocasión, San Roberto dirigió una edición revisada de la Biblia (Vulgata) y redactó dos versiones del Catecismo de la Iglesia Católica: el “Catecismo resumido” y el “Catecismo explicado”. Ambos textos fueron traducidos a varios idiomas y se usaron hasta el siglo XIX. Asimismo, sirvió como director espiritual por muchos años. Entre sus dirigidos estuvo San Luis Gonzaga.
Poco antes de morir, escribió en su testamento que sus pertenencias deberían ser repartidas entre los pobres, aunque al final lo que dejó solo alcanzó para costear los gastos de su entierro. Se retiró al noviciado de San Andrés en Roma y allí partió a la Casa del Padre el 17 de diciembre de 1621. El Papa Pío XI lo beatificó en 1923 y lo canonizó en 1930. El 17 de septiembre de 1931 fue declarado doctor de la Iglesia por el mismo Papa.
En su libro “De ascensione mentis in Deum” (Elevación de la mente a Dios) dice el Santo: “el sabio no debe ni buscar acontecimientos prósperos o adversos, riquezas y pobreza, salud y enfermedad, honores y ultrajes, vida y muerte, ni huir de ellos de por sí. Son buenos y deseables sólo si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna; son malos y hay que huir de ellos si la obstaculizan”.
Fuente: aciprensa.com