San Nicolás de Tolentino (1245-1305) nació en San Angelo, Pontano (Italia). Fue un sacerdote y místico italiano; el primer santo perteneciente a la Orden de San Agustín. Se dice que su madre, llegando a una edad mayor, no había podido concebir; de manera que, junto a su esposo, decidió hacer una peregrinación al Santuario de San Nicolás de Bari, para pedir la gracia de salir encinta. La mujer, que amaba profundamente a Dios, le prometió que si Él le concedía tan gran favor, ella consagraría a su hijo para que le sirva como sacerdote. Dios, que mira con compasión a quienes le piden favores con fe, le concedió a la mujer la bendición de salir embarazada.
Tiempo después, nacería un bebé robusto al que bautizaron con el nombre de Nicolás. Mientras crecía, el pequeño mostraba una singular afinidad con las cosas de Dios y la vida espiritual. A pesar de su juventud, aprendió a dedicarle mucho más tiempo a la oración del que se podría esperar de un niño de su edad. A Nicolás le gustaba hablar con Jesús, algo que fue alentado siempre por sus padres. El niño escuchaba con entusiasmo la Palabra de Dios y se deleitaba con las buenas lecturas. Además, despertó en él una sensibilidad peculiar frente al que sufre. Por eso, una de las cosas que más disfrutaba era llevar a su casa a alguna persona en necesidad que encontraba en el camino y compartir el alimento en familia.
Ya de adolescente, después de escuchar el sermón de un fraile ermitaño de la Orden de San Agustín, decidió renunciar al mundo e ingresar a dicha Orden. Fue aceptado en el convento de los ermitaños del pequeño pueblo de Tolentino. Con el tiempo, realizó su profesión religiosa -no tenía ni 18 años- y en 1271 fue ordenado sacerdote en el convento de Cingoli.
Nicolás permaneció en Tolentino los siguientes 30 años, hasta su muerte. Allí predicó en las calles, administró los sacramentos a los pobladores y visitó asiduamente el asilo de ancianos, el hospital y la prisión; pasaba largas horas en oración y cuando no, estaba en el confesionario, atendiendo las necesidades espirituales de la gente. Vivía con marcada sencillez y ascetismo, y ayunaba con periodicidad.
A San Nicolás de Tolentino se le atribuyen muchísimos milagros, tanto en vida como post mortem. Cuando por gracia de Dios obraba alguno, pedía a quienes lo presenciaron que guarden reserva y no digan nada a nadie. “Denle las gracias a Dios, no a mí”, solía decir.
Los fieles, impresionados por las conversiones que se producían gracias a su testimonio de vida, le pedían constantemente que intercediera por las almas del purgatorio. Esto le valió, muchos años después de su muerte, ser llamado “patrón de las santas almas” o “protector de las ánimas del purgatorio”.
Nicolás padeció por varios años de fuertes dolores de estómago, y por períodos su salud se quebraba completamente. Un día, estando gravemente enfermo, se le apareció la Virgen María y le dio instrucciones para que pidiera un trozo de pan, lo mojara en agua y se lo comiera, con la promesa de que se curaría por su obediencia (otro relato señala que fue la misma Virgen quien le dio de comer los trozos de pan). Así, Dios curó a San Nicolás por intercesión de la Virgen y a partir de este hecho el Santo empezó a bendecir trozos de pan para dárselos a los enfermos. Tras este sencillo gesto, muchos quedaron curados. En memoria de aquellos milagros, el día de su festividad, se preparan los “panecillos de San Nicolás”, para ser compartidos entre los devotos.
San Nicolás murió el 10 de septiembre de 1305 y fue enterrado en la iglesia del convento de Tolentino, su hogar por más de tres décadas.
En 1345, se exhumaron sus restos y se halló su cuerpo incorrupto. Este fue expuesto y le fueron amputados los brazos para que sirvan como reliquias. Se dice que los brazos sangraron como si se tratase de una persona viva. Un siglo después se repitió el milagro, siendo que los brazos amputados fueron hallados intactos y empapados en sangre.
Fuente: aciprensa.com